En los años 1950, en Vallauris (Francia), dos republicanos españoles exiliados iniciaron una amistad que se haría inquebrantable y duraría hasta el final de sus vidas.
Uno era el genio del arte más famoso del mundo, Pablo Picasso; el otro, un modesto barbero que le cortaba el escaso pelo.
A esos dos hombres tan dispares les unirían de por vida la nostalgia del país perdido, la pasión por la tauromaquia, el compromiso político. Todo lo demás les separaba, y la creación de una escultura de una cabra por parte de Picasso con materiales de desecho sería el desencadenante de un sinfín de hilarantes malentendidos.